Antonio Elio Brailovsky
Esta maldita lujuria
Casa de las Américas
La Habana 1991
Capítulo 5
Tierra estéril
pp. 47-48
Sin embargo, el diablo es un maestro en crear ilusiones, caricaturas de hombres y mujeres, muchachas de formas hermosísimas, dotadas de juventud y vigor, mujeres de coños volcñanicos que por sus formas p
arecen salidas de [-47;48-] los altares paganos. Y aún dicen que la muchacha que posó para la famosa Afrodita que está en el Vaticano fue transformándose con la vejez, hasta tener las señales inequívocas de su herencia.A los cuarenta años comenzó a usar perfumes tortísimos, llevados especialmente desde Arabia para tapar el olor a azufre de su sudor. Era la cortesana más rica y poderosa de
Atenas y de ella se enamoraron soldados y estadistas, mercaderes y sabios. En su casa se tejieron todas las intrigas políticas del tiempo de Pericles y más de una vez se encargó de seducir a los principales ciudadanos para que votasen algún candidato.Dicen que el propio Sócrates buscó consuelo en los efebos para tratar de olvidarla y no pudo, porque el filósofo fue el primero en darse cuenta de que la sangre de la cortesana iba volviéndose mas pálida con el paso del tiempo, hasta quedar finalmente de un verde claro, como los jugos de las plantas.
Y Sócrates, que sabía que la sangre es señal del origen, descubrió la inhumanidad de la mujer que amaba y después de hacerse fornicar por todos los jovencitos de Atenas, cayó en la desesperación y fue por ella, señor Virrey, que se lanzó a predicar las ideas subversivas que lo llevaron a la muerte.
Nunca se supo si ella conocía su historia verdadera desde su infancia o si llegó a intuirla hacia el final, pero a esa edad dejó de usar el cabello suelto y ya había inventado los peinados altísimos que ella puso de moda y que muy pocos supieron que le servían para ocultar su cornamenta. Unos meses más tarde, cerró sus sandalias porque no se viesen los cambios que habían ocurrido en sus pies de mármol. Fue por ese tiempo que dejó do tener amantes, ya que al abrir las piernas salía de entremedio una densa humareda que aterrorizaba a los hombres mejor plantados.
—Así como ella, volcánicas y estériles, son las tierras de América —me dijeron sin que yo les creyera.
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Por detrás de ese mar puso ríos demasiado caudalosos y montañas inimaginables. Tanto que me dijeron que en los Andes existe una que no tiene cum
bre y a la cual es posible estarse eternamente subiéndola. Fue después de una de las guerras que levantaron el imperio de los Incas. Inmensos ejércitos habían sitiado Cajamarca. Los defensores se batieron con coraje, pero no pudieron frente a las legiones incaicas, tan disciplinadas como en su tiempo las de Roma.
p. 51
También hay mujeres diabólicas, señor Virrey, que llevan adentro los fuegos del infierno, a las que les sale humo por los huecos del cuerpo y que ningún hombre se ha atrevido a penetrar, por temor a ver su miembro ardido en llamas. Algunos de mucho coraje se han atrevido a besarlas en los labios. Así, señor, hizo Ulises con la maga Circe, una mujer a la que los hombres le servían una sola vez, porque al alcanzar el punto culminante del encuentro amoroso, Circe ardía de tal manera que el hombre que estaba adentro de ella quedaba quemado y arruinado para siempre.
Insaciable fábrica de eunucos, Circe convertía a sus ex amantes en bueyes, carneros, cerdos y otras clases de capones para su granja, mientras soñaba con un hombre que tuviera sus partes de bronce y pudiera servirla más de una vez. Ulises, audaz pero advertido, no quiso compartir el lecho de la maga pero sí besarla, y cuenta Homero que se previno llenándose antes la boca de agua, para evitar quemarse la lengua.
Capítulo 7
Mujeres, mujeres
pp. 64-65
Cuentan, señor, que hace mucho tiempo Vasco de Gama dio por primera vez la vuelta al Á
frica, mandado por el rey de Portugal. Pasaron Gibraltar y el sitio mismo en el que Hércules pusiera las columnas que marcaban el fin del mundo, y dicen que todavía en la época de Vasco de Gama podían reconocerse algunas ruinas de esas columnas viejísimas, los capiteles caídos, los mármoles carcomidos por el salitre y el moho, sin que pudiera leerse ninguna inscripción en ellas. Allí había una estatua de la diosa Venus, desnuda y en posición tan provocativa que el capitán la llevó a su cámara.Dicen, que la acariciaba y aun que dormía con ella, y que fueron más los celos que provocó esa estatua, que los que hubiera causado una mujer verdadera. También dicen, señor, que
la diosa tenía completas sus partes de mujer y que al calor de la costa africana esas partes estaban húmedas y tibias, y aun agregan que tenía brazos y piernas articulados para mejor devolver los abrazos.Todos le envidiaban la diosa, pero ninguno se atrevía a decir que por la belleza misma de la estatua, sino que le atribuían propiedades mágicas, y querían pasar una noche con ella, y aun le ofrecieron crecidas sumas de dinero. Pero Vasco de Gama decía que él no era ningún rufián [-64;65-] y que no iba a prostituir a su mujer con nadie, pues como tal la tenía; que si no hubiera sido por los celos de todos, la habría vestido de sedas y paseado por el puente del navío con ella. No lo hizo, señor, por miedo a que se la quitaran, o quizás por el gran peso de la diosa, que parecía crecer con los días, y a cada abrazo que le daba, más enflaquecía el capitán, y más brillante se volvía del mármol de la diosa, más pesada la estatua, como si se nutriera de su sustancia viva.
Capítulo 11
El último culo
pp. 96-97
Si así es la historia de la ciudad capital, imagine usted cómo será la de estas tierras del patagónico confín del mundo. El primer poblado fue el que fundara este Sarmiento de Gamboa, de cuya locura no sabemos decir el origen, pero se nos antoja parecida a la de aquel Pedro de Mendoza. Porque después de haber enredado al Rey con sus mentiras —y no sabe usted lo fácil que es engañar a [-96;97-] un Rey—, Sarmiento de Gamboa creyó en ellas, del mismo modo que había creído ver las ruinas de la Atlántida sumergidas en la bahía de Cádiz. Del mismo modo que se dedicaba al ocultismo y había escrito un libro en el que demostraba que los aztecas descendían de los griegos, que Quetzalcóatl era Ícaro y que los bajorrelieves de Tenochtilian habían tenido grabadas las obras de Platón. Y tanto y tanto fabuló, y tanto creyó en sus propias historias, que llevó sus tres mil personas sin ropa alguna de abrigo, porque se iban a calentar con el nombre de la Tierra del Fuego.
Capítulo 16
Vacas
p. 122
Porque mientras otros pueblos usaron el bronce, señor Virrey, como los griegos de Homero; el mármol, como los romanos para sus enormes arcos de triunfo, estatuas y carreteras, para sus coliseos y templos. Allí, bajo columnas de mármol adoraban estatuas desnudas, o se sentaban en asientos de mármol para ver a los leones devorar, desnudas, las primeras cristianas. Así como en Europa se alzaron altas catedrales de granito, en el Río de la Plata se usó el cuero.
Capítulo 20
Corazas de oro
p. 141
—Hábleme usted de esa coraza, señor piloto —le pedí
. Y él me habló de esa placa de metal que figuraba músculos poderosos desde los hombros hasta el ombligo, redondo ombligo de acero que, comprimido con gruesas correas, lograba reducir el enorme abdomen de Carlos y distribuirlo debajo del amplio pecho de utilería. Miré su pecho hundido de pájaro, como el de todos nosotros, y recordé habar visto en Roma una estatua de Trajano, la cabeza pequeña y calva, con la fragilidad de la vejez, sobre un gigantesco cuerpo de gladiador, en el que se adivinaba habían posado no menos de media docena de atletas. Así, Trajano se había mandado a hacer un cuerpo en el que casi podían verse las costuras que unían los brazos de éste, las piernas de aquél, el miembro viril de uno y los pies de otra, un cuerpo como el que nosotros íbamos a buscar a la Ciudad de los Césares.
Capítulo 21
Un mundo muy pequeño
p. 145
Y después me explicó que el orden del mundo se fundaba en la escasez, que Dios premiaba a los virtuosos por anticipado, haciéndolos nacer en la nobleza, que era así la antesala del Paraíso, así como los artesanos vivían en la del Purgatorio y los siervos en la del Infierno. Pero en una ciudad en la que fuesen todos ricos, no era posible distinguir a los elegidos del resto de los hombres, y eso era un escándalo a los ojos de Dios, que era preciso suprimir de inmediato, antes que el mal ejemplo cundiera y todos quisiesen vivir en la igualdad.
Esa igualdad era el peor de los pecados, ya que no había acción tan malvada como igualar lo que Dios había hecho diferente. Pecado ya condenado por Aristóteles, ese de igualar los ajos a los caballos, los mármoles a los peces, la luz al vino, las montanas al aceite, los labradores a los duques.